miércoles, 19 de enero de 2011

Pasión a mordiscos

Eduardo es alto, apuesto y tiene una de las sonrisas más cautivadoras que he conocido. Hace cosa de cinco años que mantenemos una relación que resulta casi imposible adjetivar, al menos yo no he logrado hacerlo. Probablemente si contratásemos a un observador externo que analizase con detalle nuestra particular historia conseguiríamos un epíteto más adecuado que el que pasa por mi cabeza cada vez que pienso en él, o más bien, en nosotros: esquinofrénica.

Suelo tener necesidad de verle cada cierto tiempo. Es algo físico, casi biológico. Paso semanas pensando en sentarme junto a él y anhelo el momento en el que empiece a actuar. Entonces no espero su llamada que nunca llega, marco su número en mi teléfono y acordamos un día para vernos. Y justo en ese instante, nada más colgar, comienza la pesadilla. De pronto, su imagen se desdibuja y su sonrisa desaparece. Eduardo, que siempre viste de azul, aparece en mis sueños con chaleco a rayas rojas y verdes, y sus ojos son clavaditos a los de Freddy Krueger, y sus manos se convierten en cuchillas y nos mudamos a Elm Street, y , y…. y a mí me asaltan las dudas.

En más de una ocasión le he plantado, pagando mi decisión con creces en forma de penitencia de dolor y lágrimas. Hasta hoy. Esta tarde decidí pasar por alto sus apariciones nocturnas y olvidar mis infundados temores. Me he sentado a esperar su saludo y hemos hecho las paces. Yo le he exculpado por el sufrimiento de nuestra cita anterior y él me ha perdonado el empaste de mi premolar superior derecho. Se ha limitado a la limpieza dental obligada y a la revisión odontológica anual.

Casi le muerdo de la alegría.